sábado, 19 de junio de 2010

4:51 p.m.

Esperando el tren "V", Darcy vio a una persona saliendo de las profundidades del subway y recordó a esa mujer tumbada en las inmediaciones del vecindario de la NYU. Darcy recordó que esa mujer era la primera cosa que la había  impresionado una vez había llegado a Nueva York, y que aquella mujer tenía un morral estudiantil a sus espaldas y una jeringa en sus manos y unas zapatillas Nike en sus pies. A Darcy aquella yonki se le había quedado grabada en sus memorias como un pancake que se quemaba y se quedaba pegado a un sartén. Esperando el tren "V", Darcy recordó a los dos aviones estrellándose contra las Torres Gemelas. Viendo a aquella persona saliendo del subway, Darcy pensó en todas aquellas viejas historias de una comunidad de gente que vivía bajo la superficie, en las profundidades del subway. Pensando en la mujer yonqui, Darcy recordó los días en que Rudovic le decía que odiaba los yonquis y las putas y los maricas y los latinos, a pesar de que él mismo era hijo de inmigrantes ecuatorianos. Parada en la plataforma del subway, esperando el tren "V", Darcy pensó que llevaba varios años sin fumarse un joint y que a veces no podía negar que extrañaba a Rudovic y que cuando llegara a casa lo iba a llamar bajo el pretexto que le diera el teléfono de algún dealer. Darcy recordó entonces todo lo pretencioso que era Rudovic: siempre dándoselas de artista genial y de intelectual incomprendido; aghh! el pobre de Rudovic, pensó Darcy; siempre diciendo que nunca le iría a vender el alma al diablo, mientras sobrevivía de milagro. Pobre Rudovic. Un artista de verdad. Un artista de Internet. Un pintor que nunca vendía un cuadro y siempre se moría del frío en las aceras, auto complaciéndose con los elogios cordiales de los transeúntes.

Su talento no se ponía en duda.

Pero pobre Rudovic. Un auténtico perdedor. 

Esperando el tren, Darcy vio que aquella persona, que salía de las profundidades del subway, no era precisamente un vagabundo ni un homeless convencional, sino un blanco con las ropas muy raídas y con la piel muy curtida de oscuridades grasientas y con una barba de muchos años sin ser tratada y con unas gafas recetadas muy costosas. Darcy pensó que no le apetecía llamar a Rudovic. Esperando el tren, Darcy vio cómo la plataforma se llenaba ansiosamente de yuppies de midtown y decidió que no iba a fumarse un joint aquella noche.  Darcy pensó en las dos cosas que más la habían impresionado en Nueva York: una yonki y un vagabundo harapiento saliendo de las profundidades del subterráneo, ese tipo de asuntos que nunca salían en las películas. Darcy nunca antes había visto un yonki en vivo y en directo. Darcy nunca antes había visto dos aviones estrellarse contra unos edificios. Darcy, tal vez,  había leído sobre esas cosas en un tiempo anterior a los sucesos; en algún lado. Y allí estaban otra vez esas ganas de fumar. Pensó en su analista. Pensó en su hermano. En las auto-mutilaciones. Recordó la última vez que había ido a casa de sus padres. En navidad. Su madre había salido al drive way a recibirla entre pequeños jolgorios, mientras Darcy parqueaba ese Honda alquilado. "Anda a saludar a tu hermano" le había dicho su madre, "Ha vuelto a infligirse las heridas. Otro de sus guiones fue rechazado. Le han dicho que sus historias son muy oscuras y llenas de mensajes negativos. Dicen que no van con el espíritu de la estación. Tal vez no lo vuelvan a llamar y en California se rumorea que las casas productoras quieren sacarlo del juego. Lleva más de dos semanas sin salir de su habitación y se ha rapado hasta el último pelo de sus cejas; parece uno de esos albinos".

Darcy creía que aquella había sido una de tantas navidades aburridas. Todo siempre era lo mismo: su hermano deprimido con ataques de pánico; la cena con el tío Arthur y sus historias en el café y sus novias de turno y canciones de navidad y regalos y las trufas de sus primas y los chocolates suizos de J.C. Penny. Luego, la casa en silencio y Darcy sin poder dormir, con la televisión repitiendo aquellos capítulos de Ophra y las fotos de su abuelo y aquella vieja sensación de que su vida ya estaba programada para repetir los mismos rituales año tras año. Tal vez debería hacer algo loco como su hermano y sepultarse en una habitación. Tal vez raparse el cabello y llegar con la cabeza calva a la oficina el lunes siguiente. Tal vez suicidarse con el humo de un Honda de esos que había alquilado para pasar las navidades en casa. Tal vez hacer todo eso si estuviera en los zapatos de su hermano, si se hubiera anclado en un apartado suburbio donde todo el mundo tenía un monotemático libreto para vivir la vida. Pero Darcy ahora vivía en Nueva York. Darcy pensó que, a lo mejor, el comportamiento de su hermano tenía algo de validez.

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