Darcy se acordó de todo lo maniática que se había vuelto después de trabajar en el Starbucks. Desde entonces, cada vez que entraba a alguno, ella no podía evitar el impulso de reparar en el desorden dejado por los clientes. Había desarrollado una clínica habilidad ocular de detectar un bote de basura rebosado con solo divisarlo de soslayo y aquello le fastidiaba demasiado. Le fastidiaba tanto como la repulsiva idea de haber gastado tantos años de su vida al lado de Rudovic González. Luego, Darcy se percató que la luz de diciembre era la misma de enero y que el invierno más crudo ya estaba aquí, metiendo sus rayos de sol sobre los clientes de la entrada como en un cuadro de Hopper. Pero aquella luz de enero, en diciembre, era tan efímera, pensó. Y entonces vio cómo la camarera se alejaba con su gorra y su delantal de Starbucks hacia la barra del despacho y Darcy la divisó a la distancia y sonrió al percatarse de cómo la camarera sonreía a uno de los clientes que le pedía un café. Luego Darcy miró a los otros clientes a su alrededor y vio cómo la mayoría estaban clavados en sus computadores personales, escribiendo algo o navegando en Internet. Le parecía agradable que hubiera un sitio donde el escribiente pudiera llevar su laptop sin necesidad de pasar por pretencioso. También había otros que escribían en pequeñas libretas de bolsillo y Darcy pensó en cuántas novelas iban a existir en el futuro inspiradas por las fragancias respiradas en el ambiente de un Starbucks.