sábado, 19 de junio de 2010

4:25 p.m.


Darcy había conocido a Rudovic González una tarde cuando caminaba por los alrededores del Central Park. Lo recordaba muy bien pero quería olvidarlo. Hacía frío y los aviones habían acabado de golpear las Torres Gemelas. Cómo olvidarlo. La ciudad entera se sentía contra las cuerdas. Había furia, pero Darcy creía en su momento que darle paso al sentimiento antinmigrante era también darle un poco la razón a los terroristas. Así que tal vez, por ello, le había aceptado la invitación a Rudovic González. Fueron a la terraza del Museo Metropolitano, recordó. Ahora debía reconocer que en otras circunstancias nunca lo hubiera hecho. Estando allí Rudovic González alcanzó a impresionarla. Sabía dos o tres datos claves sobre la deconstrucción de la perspectiva en los cubistas y sobre la captura de la emoción en las pinturas impresionistas de Renoir.  Le gustaba su olor. Uno de esos olores que le hacía erizar los pezones cuando se emborrachaba en los bares y se iba a morir en los muelles del East River.

Rudovic González era uno de aquellos pintores extranjeros que se apostaban en las aceras a vender sus cuadros como si fueran grandes obras maestras y ya habían pasado varios años desde aquel romance. Los suficientes  para cancelar la historia. Darcy no sabía a ciencia cierta qué hacía gastando sus pensamientos en Rudovic González. Era su primera tarde de viernes libre en mucho tiempo y definitivamente no quería malgastarla en ayeres marchitos.


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