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Esperando el tren, Darcy llegó a la conclusión de que lo que más amaba en la vida era el viento. Pero no el viento de Roma ni el viento de Connecticut en septiembre. Tampoco el viento de Sonora, México, ni el viento que peinaba las praderas en esos documentales que hablaban sobre Africa, ni el viento helado de su oficina en los días más calurosos del cruel verano newyorkino. Darcy amaba era ese viento que venía con el tren. El viento de la estación cualquier viernes a la hora del shopping. El viento del que ella siempre había querido hablar a su hermano, pero que al mismo tiempo siempre olvidaba. Cada vez que Darcy estaba parada en la estación, se prometía que le iba a contar a su hermano sobre ese vientecillo que arribaba 10 segundos antes de que el tren lo hiciera y que alborotaba una leve nube de polvo desde el suelo y que le acariciaba el rostro suavemente como un amante canalla.
También, cada vez que Darcy salía de la estación se le olvidaba aquella promesa. Entonces allí, esperando el tren V, Darcy decidió sacar una pluma y apuntar por primera vez aquella vieja promesa de llegar a casa y llamar a su hermano para contarle sobre el vientecillo del subterráneo de Nueva York. Darcy hundió la punta del lapicero en la palma de su mano y escribió: "Home". Al salir del underground, sería lo primero que haría mientras caminaría hasta su penthouse; tal vez su hermano haría un típico chiste sangrón inherente a su humor negro, pero después le diría: "Awesome, Skinny. I wanna see that!".